Acababa
de correr 8 kilómetros y aún no había desayunado. Cogí una toronja del
recipiente de frutas y saqué dos huevos y una lonja de queso suizo de la
nevera. Mientras freía los huevos, cortaba la toronja en cuartos. Le
quité la piel. Puse la lonja de queso sobre los huevos medio cocinados y tapé
la pequeña sartén de teflón. Sería un desayuno sencillo en un día calmado de
vacaciones. Tenía mucha sed y hambre.
Coloqué
los huevos cubiertos por el queso derretido en un plato, con la toronja a un lado.
En un platico mas pequeño puse un manojo de almendras.
Apenas
pinché los huevos con el tenedor, corrió sutilmente en el plato la yema líquida,
con ese amarillo que tanto me gusta. Me llevé un trozo de huevo a la boca
mientras los hilos de queso jugaban con mi tenedor. Una vez mas pensé en esa mezcla de colores
que tanto me gusta y que me recuerda mi época universitaria porque me vestía
mucho con esa combinación, blanco y amarillo. Combinación de huevo frito.
Noté
que le faltaba sal a los huevos. Claro, no le había puesto ni una pizca. En el apuro del hambre pensé que el queso le daría el
toque de sal que necesitaba, pero el queso suizo es mas bien dulzón. En vez de
pararme para coger la sal del mostrador, seguía comiéndome los huevos,
saboreando la textura de la yema, de la clara perfectamente cocinada y del
chicloso efecto del queso fundido en mi boca. Pensaba repetidamente que la
razón para no buscar la sal es porque ésta caería encima del queso en vez de
los huevos, y los huevos seguirían sin sal.
Que mas daba, ya no quedaba ni medio huevo.
Calmaría
mi sed con la toronja de gajos color rojo rubí, de ahí su nombre. Los gajos
eran tan jugosos que se me chorreaba el zumo entre los dedos cuando los
separaba y una vez que los mordía, el jugo salía disparado dentro de mi boca en todas direcciones. La acidez de la fruta me hacía fruncir la parte interna de mis
cachetes y medio cerrar los ojos mientras me preguntaba de nuevo porqué me
encantarán tanto los frutos ácidos.
Por
último me comí mi manojo de almendras. Estaban crocantes y escuchaba con atención
el sonido crujiente de las almendras que poco a poco eran trituradas por mis
molares.
Viendo
mi plato ya vacío, tomé una botella de agua para beberla con el afán que tiene
alguien que se encuentra por primera vez en frente de una fuente de agua
fresca. Estaba a temperatura ambiente como a mi me gusta y mientras corría y
humedecía cada rincón de mi boca y mi garganta, yo desaprobaba la enseñanzas de
mis clases de ciencia con respecto a que el agua es insabora; para mi es el líquido
mas exquisito que existe, tiene sabor a gloria. Las gotas que quedaron afuera en
los labios y en el surco nasolabial fueron cautelosamente recogidas con la
lengua para completar mi sencillo pero satisfactorio desayuno.
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