Tenía 16 años y me encontraba correteando con mi
amiga Claudine por los hermosísimos jardines del château de
Louveciennes. Como damiselas de la condesa Du Barry, podíamos hacer lo que
nos viniera en gana, teniendo muchísima mas libertad que otras damiselas de
otras cortes.
Jeanne, como ella nos permitía llamarla, provenía de
familias mundanas, si se quiere plebeyas, y su personalidad era exageradamente
franca especialmente cuando no estaba bajo el asedio de la nobleza. Aunque ella sabía comportarse muy bien en la alta sociedad, mostraba desdén por el
protocolo de la corte. Con fines meramente políticos, adversarios del rey la montaron en la aristocracia, casándola con el Conde Guillaume Du Berry con el solo propósito
de convertirla en amante de Luis XV.
A nosotras nos fastidiaba inmensamente la política y
los chismes de palacio, y Jeanne, diez años mayor que nosotras, nos tenía profundo aprecio y sentía que
el tiempo que pasaba con nosotras eran los únicos instantes de sus días donde
podía ser quien quería ser. Cada mañana
después del desayuno gritaba: "Paulette, Claudine, hora de aprender cosas
importantes". Claudine y yo sabíamos que en vez actuar como asistentes de
la corte o de pasar horas aburridas tocando el violín, trabajaríamos en una
cantidad de tareas que la Du Barry había aprendido antes de entrar en los
mundos del rey y que a las tres nos fascinaba; tareas que ninguna dama que se moviera en los círculos
nobiliarios en 1770 soñaría en hacer: peluquería y modas.
Jeanne nos enseñaba una cantidad inconmesurable de
peinados, ornamentos y estilos que horrorizaban a la servidumbre la cual era cómplice
de nuestras faenas. Igualmente, como la condesa tenía tantos vestidos, nos
enseñaba a modificarlos agregándoles mangas y cuellos desproporcionadas, adornos y bordados de extremos contrastes, piedras y artefactos metálicos, diciendo: “si se arruina uno me darán dos nuevos”.
Para exhibir nuestras creaciones, invitábamos a una revista
con merienda a los jóvenes insensatos de nuestra alta sociedad. Claudine y yo,
con la audacia que nos caracterizaba, desfilábamos con toda clase de artilugios
en la cabeza y con emperifollados trajes que para cualquier conservador la bufonada
representaría mas bien un circo de paso por la comarca.
Eran tardes veraniegas, en las que entre ponche y ponche, con baguettes y preservas de espárragos, alcachofas, pepinillos y guisantes, nuestros amigos se carcajeaban hasta el cansancio, nos burlábamos del establishment y simplemente disfrutábamos de la libertad de los jardines del château con nuestra “Revista de Louvenciennes”.
Eran tardes veraniegas, en las que entre ponche y ponche, con baguettes y preservas de espárragos, alcachofas, pepinillos y guisantes, nuestros amigos se carcajeaban hasta el cansancio, nos burlábamos del establishment y simplemente disfrutábamos de la libertad de los jardines del château con nuestra “Revista de Louvenciennes”.
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