Thursday, January 8, 2015

Revista de Louvenciennes

Tenía 16 años y me encontraba correteando con mi amiga Claudine por los hermosísimos jardines del château de Louveciennes. Como damiselas de la condesa Du Barry, podíamos hacer lo que nos viniera en gana, teniendo muchísima mas libertad que otras damiselas de otras cortes.

Jeanne, como ella nos permitía llamarla, provenía de familias mundanas, si se quiere plebeyas, y su personalidad era exageradamente franca especialmente cuando no estaba bajo el asedio de la nobleza. Aunque ella sabía comportarse muy bien en la alta sociedad, mostraba desdén por el protocolo de la corte. Con fines meramente políticos, adversarios del rey la montaron en la aristocracia, casándola con el Conde Guillaume Du Berry con el solo propósito de convertirla en amante de Luis XV. 

A nosotras nos fastidiaba inmensamente la política y los chismes de palacio, y Jeanne, diez años mayor que nosotras, nos tenía profundo aprecio y sentía que el tiempo que pasaba con nosotras eran los únicos instantes de sus días donde podía ser quien quería ser.  Cada mañana después del desayuno gritaba: "Paulette, Claudine, hora de aprender cosas importantes". Claudine y yo sabíamos que en vez actuar como asistentes de la corte o de pasar horas aburridas tocando el violín, trabajaríamos en una cantidad de tareas que la Du Barry había aprendido antes de entrar en los mundos del rey y que a las tres nos fascinaba; tareas que ninguna dama que se moviera en los círculos nobiliarios en 1770 soñaría en hacer: peluquería y modas.

Jeanne nos enseñaba una cantidad inconmesurable de peinados, ornamentos y estilos que horrorizaban a la servidumbre la cual era cómplice de nuestras faenas. Igualmente, como la condesa tenía tantos vestidos, nos enseñaba a modificarlos agregándoles mangas y cuellos desproporcionadas, adornos y bordados de extremos contrastes, piedras y artefactos metálicos, diciendo: “si se arruina uno me darán dos nuevos”.

Para exhibir nuestras creaciones, invitábamos a una revista con merienda a los jóvenes insensatos de nuestra alta sociedad. Claudine y yo, con la audacia que nos caracterizaba, desfilábamos con toda clase de artilugios en la cabeza y con emperifollados trajes que para cualquier conservador la bufonada representaría mas bien un circo de paso por la comarca.

Eran tardes veraniegas, en las que entre ponche y ponche, con baguettes y preservas de espárragos, alcachofas, pepinillos y guisantes, nuestros amigos se carcajeaban hasta el cansancio, nos burlábamos del establishment y simplemente disfrutábamos de la libertad de los jardines del château con nuestra “Revista de Louvenciennes”.

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